“Carnaval otra vez, carnaval siempre” , es el título de esta exposición del maestro colombiano Edgar Francisko, que ahora se expone en el Museo Zenú Manuel Huertas Vergara de Sincelejo (Sucre), luego de pasar por la Galería de la Aduana de Barranquilla donde, apreciada fuera del contexto, quizá viciado, de los estremecimientos propios del Carnaval de esta ciudad, y desde luego con todo lo que ello podría significar para lograr una mirada descontaminada de la influencia inmediata de la portentosa fuerza referencial que impone esta fiesta, deja que la mirada halle, sin embargo, una manera diferente para descubrir un carnaval que deja lo literal para entregarnos el nuevo valor de una metáfora de la fiesta, sin dejar su apariencia anecdótica.
Expuesta esta obra entonces a mitad de este año 2012 en la ciudad de los carnavales folclóricos más importantes del país, implica propiciarle a la obra, a su lectura, a su apreciación, la oportunidad de hallar esa mirada que accede a través de un ángulo distante y desapasionado, como realmente ocurrió con este trabajo luego de que el artista estuviera por muchos años alejado del país, pero fuertemente ligado al mismo tiempo a su cultura por virtud de una fuerte raigambre identitaria fundada en sus símbolos, en sus colores, en su naturaleza; no tanto por la cercanía experiencial de su vivencia, sino por la necesidad de recordarlo, de imaginarlo, de soñarlo, de reconstruirlo en la memoria.
El resultado de esta reconstrucción es una muestra amplia, un catálogo serial en el que se recrean las más diversas escenas del carnaval: los desfiles multitudinarios, los disfraces, las comparsas, las danzas de relación, las parejas de cumbiamberos, las farotas, el duelo del garabato, en fin, es la construcción visual de un relato pictórico que ilustra con muchos pormenores este universo de gran complejidad colorística, y que Edgar Francisko enfrenta en una empresa laboriosa con el acrílico como medio de expresión, para llegar a expresar lo que ningún otro pintor del tema del Carnaval, a mi parecer, había logrado.
Hablo de una disolución de los colores, de un desprendimiento del color que pareciera seguir como una estela la suerte y los movimientos de los danzantes, hasta lograr, a veces, dramáticamente, la total fragmentación de las figuras. Uno podría interpretar que este fenómeno quiere significar esa condición efímera de la vida, esa felicidad perecedera que el hombre del Caribe tanto persigue en la fiestas y en las formas de estar juntos, como queriendo retener el presente, pero que se consume, se desintegra en el fragor del Carnaval que simboliza a su vez el ciclo vida-muerte que vuelve siempre a comenzar al año próximo. El goce voraz del instante que la muerte deshace enseguida.
Es en esa inestabilidad de la figura; o más bien de los colores que visten las figuras danzantes de sus personajes, donde encuentro ese algo misterioso, ese sentido elusivo más allá de la anécdota que representa, esa probable poesía que no es desde luego abierta y evidente y que por poesía nos reclama detenernos un poco más en su observación y su lectura.